A quien devolvió la luz al pozo

Nacho Díaz.
Afirmar que “el pozo oscuro lleno de tinieblas, donde el silencio ahogaba la propia voz de quien en él se hallaba, imposibilitando así su existencia, porque sin lenguaje no había vida, y en la nada no podía hallarse lugar alguno para sentirse”, bien valdría como una idea más de las muchas inspiradas por la obra de Julieta Hanono tras su retorno al Pozo.
Aquel lugar donde oficialmente fue “desaparecida” cuando apenas tenía 16 años por los milicos de Videla, junto con su hermana, y sin tener otra culpa que la de militar en un sindicato de estudiantes de secundaria, hizo crecer en la autora un aislamiento interior del que solo pudo salir en Francia, naciendo en una nueva lengua y una cultura diferente con un océano de por medio.
El francés fue fundamental para reconstruirse a si misma después de haber sido aniquilada hasta la razón última de su pensamiento en español y, cohibida por el trauma, su libertad y capacidad de creación, que solo acertaba a plasmar muy vagamente, con metáforas casi imposibles, en sus ansias de redescubrir su propia existencia hasta entonces perdida en el vacío interior absoluto.
Esto no es de extrañar ya que por muchas vueltas que se le quiera dar a la simbología de la nada, ésta solo puede ser equiparable a los más horrendos y asfixiantes recuerdos, capaces de sofocar cualquier intento de recobrar la memoria por retornarla siempre al origen cruento de su incubación durante el cautiverio.
Su nuevo lenguaje, sin embargo, y el largo proceso de aculturación ayudaron a construir un nuevo espacio seguro donde poder existir para erguirse en pie, echando raíces con cada obra que comenzaba a pintar, escribir, o pensar, marcando poco a poco el camino de vuelta al lugar donde se gestó el exilio tanto de su yo hacia fuera, como el de su persona al país de acogida.
Poco a poco el dominio de la nueva lengua le sirvió para construir puentes entre la dictadura y la democracia, las pesadillas y los sueños, la tristeza y la alegría, el tormento y la esperanza y, lo que es aun más importante, el desierto de soledad de donde venía y la civilización que la recibía abriéndole las mejores salas de exposiciones parisinas pudiendo, de algún modo, al fin darse cuenta que a punto estaba de volver, con o sin la frente marchita, al lugar que nunca había dejado de marcar la imperiosa necesidad de contar su segundo nacimiento.
De esta forma Julieta volvió a ese sitio donde había sido forzada al pútrido útero de la mala y rabiosa bestia, armada con una cámara barata, pues el cuchritil del Pozo apenas requería de grandes medios para plasmar la miseria de un lugar donde el tiempo y el espacio se conjugaban para que, ante su mera invocación, el tedio, el hastío, la tortura y la presencia constante de la muerte, siguiesen comiéndose los logros tanto personales como artísticos de la argentina.
Pero lejos de haber sido alguna vez una criatura deforme, pese a haber sido un feto de tan horrible criatura, fecundada por el odio de la represión, Julieta supo retornar y abrir las puertas de su calvario para convertirlo en toda una hazaña heroica ayudada por su padre, a quien filmó recorriendo el lugar donde su hija había sido concebida de nuevo, después de que sus captores asesinaran su identidad, igualándola a la de una de las muchas manchas de humedad que cubrían las paredes o, también, otorgándola un número cualquiera en un expediente perdido en un fichero a rebosar de gente, que como ella, ya no existía salvo en la memoria y recuerdo de sus seres queridos, después de haberles sido robadas sus dignidades.
Esta vuelta a la carne de la carne y, a la sangre de la sangre, para romper el maleficio del secuestro de una desaparecida bien hallada se me ocurre, ya no solo como el mejor de los finales posibles, sino como toda una representación muy positiva del mutilamiento de la perra madre patria en la que todos los dictadores, sean de la raza o el credo que sean, desean convertir a sus países imponiendo su áurea protectora que defienden y amparan con lo que ellos llaman la autoridad del buen orden.