Perdiendo de nuevo la cabeza

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nacho diaz

Nacho Díaz. 

A lo mejor porque todas las críticas que leí de la, calificada como “producción feminista”, ópera de Strauss Salomé estaban escritas por hombres, y no la ponían demasiado bien, decidí arriesgarme e ir a verla pues solo tenia veinte libras que perder a cambio de pasar  una noche en la English National Opera (ENO).

De la pobre protagonista contaban de todo. Desde que era una Paris Hilton hasta que se subía al escenario con la idea de jugar con un pequeño gran poni.

Como todo aquello me sonaba un poco raro le eché  un vistazo a la  página web y me quedé fascinado al contemplar en un vídeo a una Salomé con una larguísima melena rubia, unas largas piernas estilizadas, y vestida con unos diminutos shorts de cuero.

Al verla de tal forma comencé a preguntarme como resultaría la famosa “Danza de los siete velos” sobre un escenario que parecía mas bien una carnicería con la presencia de un caballo enorme rosa degollado, colgado del techo.

Acabé reservando no una sino tres entradas y me dispuse a olvidarme de todo lo que había leído hasta aquel momento.

Cuando se levantó el telón y mis amigos y yo vimos a un nauseabundo Juan el Bautista, que parecía un leproso, vestido tan solo con una túnica harapienta, tirado en el suelo ladrando exabruptos y llevando puestos unos zapatos naranjas de mujer con unos imposibles y altísimos tacones de aguja, los tres nos dimos cuenta que no habíamos tirado el dinero.

Sobre por qué Salomé se calzó los zapatos del profeta después de jurarle su amor eterno aun tengo mis dudas.

A lo mejor fue porque ella quería seguir los pasos de sus amado después de haberse convertido, aunque bien pudiera ser  que, desde el primer momento, la directora de la ópera  quisiese mostrar lo ridículo y absurdo que supone cualquier tipo de apostolado, máximo cuando el que lo hace no para llamarte literalmente “hija de ramera”, acusar a tu madre de acostarse con el demonio o prometerte, poco menos que te va a escupir en los ojos si lo sigues mirando.

Fuera como fuere aquel primer momento tan deliciosamente cantado por ambos protagonistas me desprendió de todo el romanticismo y carga dramática que muchas veces se le atribuye a las óperas  , forzándome a pensar que  sería lo siguiente que me iba a sorprender, muy a pesar de que las palabras que escuchaban me dejaban de piedra por su calidad y encanto sádico

Todo esto, ademas, me hizo darme cuenta que Salomé, ese sueño  de mujer letal e imposible de  saciar, se estaba perfectamente deconstruyendo ante mis ojos para mostrar la estupidez de algunos hombres que le da igual lo que tengan delante cuando les entran las ganas de comportarse como animales de jauría.

Así, cuando Herodes entró  en escena borracho como una cuba y salido como un poseso, quitándose su capa de tetrarca para mostrar su torso cubierto con un top de lentejuelas hortera a más  no poder, yo ya tenía  muy claro que por mucha melena rubia y mucho mini pantaloncito de cuero la  “Danza de los siete velos” iba a empezar y acabar huérfana de todos ellos, ya que el sátrapa estaba tan delirante y caliente que cualquier cosa le valdría para satisfacerse.

La falta de velos o incluso de danza se  compensó con unos movimientos planeado mecánicamente para ser aséptico hasta el último detalle y mostrar que, de la misma manera que Salomé había sido victima  de la intransigencia del fervor religioso de un predicador ahora, con su no baile, lo era de un degenerado al que daba igual como se moviera con tal de que lo hiciera con la intencionada y clara falta de sensualidad planeada y al punto coreografiada.

Por no haber visto nunca antes Salomé debo reconocer que me quedé con las ganas de saber que  era lo que hacía tan especial a la “Danza de los siete velos” para costarle la cabeza a un hombre.

Ahora bien, cuando todos los mecanismos de la sobriedad y lentitud cesaron, justo antes del    último suspiro de lo que ya empezaba a parecer un gran gran homenaje al mejor tai chi, la hasta entonces protagonista rubia, se llevó  las manos a la cabeza con una fuerza sobrenatural y se arrancó la peluca , mostrando su autentico cabello corto y grisáceo, para con ello acabar de una vez por todas con las barbies y hacer desaparecer por siempre a las infinitas mujeres fatales, imaginadas a partes iguales tanto por curas como por mujeriegos, desde que el dios de los cristianos impuso su ley en la tierra sin preguntarle a nadie.

Al final, sin embargo, ese dios se llevó su merecido ayer noche no ya solo porque  un mujeriego,  movido por los efluvios onanistas de un baile inocente ordenase matar a un hombre santo, sino también porque éste, contagiado en vida por la plaga pasional del celibato, vio violada su virtud por la necrofilia Salomé  quien se jactó   de poder disponer de sus besos toda una eternidad, conservando su cabeza desangrada metida en una bolsa y así, privar al creador y a su más  fiel esbirro  de la prometida resurrección de la carne y gloria en el paraíso por disponer de  todo el tiempo del mundo para corromper lo que quedaba de él   y mantener viva de esta forma en la memoria que no puede existir razón ni poder alguno para perpetuar la misoginia divina por mucho que la avalase Jesucristo.